viernes, 2 de mayo de 2014

El buscador de petróleo



La oficina de David Berger puede quedar un día en el Sahara y otro día en el Ártico: en casi cualquier lugar remoto donde un satélite sospeche que hay petróleo escondido. Berger es un tipo flaco y desgarbado que lleva catorce años diciéndole a las multinacionales donde está enterrado el tesoro. Cuando uno trata de imaginar que hace un buscador de petróleo, quizá imagina un hombre que viaja cavando agujeros a la espera de que milagrosos géiseres de líquido negro emerjan de la tierra. O tal vez se piensa que es el trabajo de un puñado de caza recompensas de Texas con gran olfato y sombrero de vaquero. No es así: los buscadores de petróleo son una escasa estirpe que solo debe saber leer el lenguaje del subsuelo y de las rocas. David Berger es uno de ellos.

Buscador nomade
Buscador de petroleo


Esta sentado en un  café del distrito más empresarial de lima. Es sismógrafo y nacido en Canadá hace treinta y dos años, aunque su familia es de origen turco. Tiene una cerveza en la mano y un cigarro estacionado en el cenicero. Lleva unas gafas oscuras que le cubren los ojos y, cuando habla, mueve las manos con soltura latinoamericana. Cuenta que a veces aterriza en esquinas tan ocultas del planeta que la gente del lugar descubren en el por primera vez a un extranjero, y maquinas del tamaño de un elefante, y varas de metal que son antenas, y blue jeans. En unas semanas partirá al desierto de Sudán y Berger sabe que lo pueden matar. Sí, la misma compañía que ahora lo ha encontrado para explorar el desierto africano tuvo que suspender ese proyecto en el 2003: unos nativos de Sudán mataron a todos los extranjeros de esa primera expedición petrolera.


Es posible que David Berger no sea bien recibido, pero él no piensa en eso ni en las guerras que lo rodean cuando va a trabajar. Menos en los peligros de comprar una cerveza en el país donde el consumo de alcohol es ilegal, ni en el riesgo de salir del campamento solo y sin salvoconducto cuando debe hacer una llamada telefónica. Los buscadores de petróleo están prohibidos de muchas cosas. No pueden tomar agua ni comer nada que no sea envasado. A veces los alimentos demoran varios días en llegar y padecen hambre. También están prohibidos hacerse amigos de los nativos. Así les sobre comida, no pueden invitarla a los niños desnutridos que abundan en los lugares que exploran. Menos regalar unas monedas. La generosidad no es parte de su contrato. Antes no había tantos buscadores de petróleo, pero ahora seiscientas personas compiten por un puesto. Berger recuerda que algunos de sus compañeros de trabajo murieron de malaria. A él las vacunas lo hacen sentirse enfermo que solo le queda confiar en hasta ahora envidiable suerte.

Cuando los buscadores de petróleo llegan a un sitio, instalan un campamento para las quinientas personas de una misión estándar. Algunos conducen los camiones, otros dinamitan, otros solo se dedican a abrir caminos por la jungla. Hay electricistas, mecánicos, cocineros, un colombiano que vive en chile, un canadiense que vive en ecuador, unos sesenta africanos.

Las petroleras están dispuestas a invertir millones con tal de hallar nuevos depósitos. Aun así, el final está cerca, según la organización de Pises exportadores de petróleo: dicen que dentro de cincuenta años la humanidad habrá bebido todo el petróleo de la tierra.

Berger recuerda que a veces los buscadores han tenido que limpiar hectáreas enteras de cultivo de maíz para instalar sus mastodontes de hierro. Son unas máquinas obesas, de varias toneladas, que sirven para medir como rebotan las ondas contra el subsuelo. Con estos encuentran indicios de petróleo, meses después llegara otra tropa a taladrar el suelo con una gigantesca cuchilla de diamante que cuesta varios millones de dólares. Miles de horas de trabajo pacifico para que luego unos países bombardeen a otros por tener el control de ese líquido negro que hace avanzar el mundo. A David Berger no hay nada que le parezca más absurdo. Pero ese es su trabajo, dice: él no es dueño del petróleo.

Ahora está de vacaciones. Puede pasar veinte semanas bajo el sol de Yemen, trabajando doce horas al día, y después vagar por el mundo seis meses. O a veces, el petróleo conspira contra él y pasa un año entero sin un solo feriado. Eso tampoco lo asusta. Siempre habrá un descanso. Cuando no está trabajando, escoge alguna ciudad que le interese y se queda ahí una temporada. Llego al Perú, por primera vez, por trabajo: lo contrataron para hacer los primeros estudios de lo que ahora es el yacimiento de gas Camisea.

Recuerda también que abandono la escuela cuando
descubrió que el mundo estaba afuera, lejos de su vecindario. Al cumplir dieciocho, un amigo le propuso ser obrero en una compañía petrolera. Así se  entretuvo, gano muy buen dinero. Le gusto. Dos años más tarde hizo su primer trabajo fuera de Canadá y decidió empezar su nomadismo. Desde entonces vive del combustible, es un militante del azar y también de los que no hacen planes para el futuro. Sus propiedades y su vida entera caben en una mochila. El dinero que gana los gasta en los meses de descanso, y es un declarado disidente del ahorro. No tiene país de residencia hace varios años. No lo necesita.

La vida de un buscador de petróleo es casi igual en cualquier parte. Aunque a veces no hay ningún pueblo a kilómetros del campamento, y se queda solo, con mucho tiempo para pensar, y así cae en la cuenta de que un buscador de petróleo siempre esta tras la búsqueda de algo más importante. Lo único que sabe esta tarde es que su siguiente plan es volar al sur de Egipto en dos semanas. Su nuevo empleo.

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