Hace
muchos años en Lima se instaló un negocio que, durante cierto tiempo, fue un
lugar dotado de magia para una clase media que no podía pagar aquello que
quería lucir. En este local se vendía ropa importada de Estados Unidos, con
escaso uso, que gentes adineradas de ese país quisieron exhibir solo en pocas
ocasiones. Este fue el anuncio de un sector exportador que ha ido tomando
importancia y ha convertido al tercer mundo en destino de aquello que se
desecha en el primero.
La
ropa usada sigue siendo importada masivamente a América Latina y otras
regiones. En algunos casos, viaja como donación de prendas que, desde cierto
nivel de vida, en Estados Unidos y Europa son descartados por su desgaste o por
haber pasado de moda. En vez de que ocupen inútilmente espacio en la casa, se
entrega a alguna organización
humanitaria que permite al donante ese pequeño lujo de ejercer la caridad.
Puede que, una vez en el lugar de destino, no sean repartidas gratuitamente
sino vendidas –el donante no lo sabe- pero, regaladas o no, el propósito
principal se ha cumplido: lo desechado ya está lejos, en algún país del sur, y
viste a quienes no pueden pagar por un producto nuevo.
La
inundación del Perú, en los años noventa, por vehículos puestos fuera de
circulación en Japón o Corea del Sur ha dejado una presencia aun visible en
miles de autos y camionetas que sirven como taxis. Esos autos fueron vendidos a
muy bajo precio en el lugar de origen, debido a su obsolescencia. Ingresaron al mercado local y,
previo traslado del timón a la izquierda en algunos casos, se mantienen en
circulación hasta que terminan canibalizados, y sus restos, abandonados en
algún descampado.
Un
estudio sobre comportamientos empresariales en Estados Unidos descubrió, hace
años, que los productos de marcas conocidas, cuando son devueltos por el
comprador que descubrió algún defecto en ellos, son empaquetados nuevamente y
destinados a México, donde un consumidor menos exigente paga por ellos como si
fueran nuevos.
Las
medicinas de vencimiento muy próximo adquieren, en este
tráfico, un sabor
siniestro. Los laboratorios del mundo desarrollado donan a los países pobres de
África, en especial medicinas a punto de caducar, cuyo valor descargan así en
sus declaraciones de impuestos.
Vendidas
o regaladas en el país beneficiario de la ayuda, son inocuas en el mejor de los
casos y producen daños en el peor. Además del beneficio tributario, el
laboratorio donante ha resuelto el problema y se ha ahorrado el costo de
eliminar un producto indeseable.
Las
llantas usadas que son exportadas a los países subdesarrollados prestan un
servicio relativamente breve, pese a los reencauches. El objetivo de traerlas
es no tanto usarlas sino sacarlas del hábitat desarrollado, donde estas son un
estorbo caro de almacenar, porque legalmente no pueden seguir circulando y
su reciclamiento es muy costoso.
Medicinas
y llantas son un ejemplo claro de que el verdadero negocio no consiste en
vender un desecho en el tercer mundo; la
clave está en deshacerse, al menor costo posible, de lo inservible o de aquello
que resulta tener muy poco valor en el mundo desarrollado, y también de lo que
es peligroso. Se trata de enviar al mundo subdesarrollado –donde rigen
criterios de menos exigencia- todo aquello que sobra en el desarrollado,
incluso pagando al país receptor para que lo acepte.
En
1988 se descubrió un acuerdo firmado entre una empresa de Italia –país que
entonces producía anualmente unas 50 toneladas de desechos industriales y otras
16 de artefactos domésticos descartados- y un hombre de negocios ubicado en
Nigeria. Se trasladó al país africano y allí fueron almacenados 18 000 barriles de material desechado de alta
toxicidad.
Denunciada
la operación que costó muertos y lesionados nigerianos, la indeseable
exportación regresó al país de origen.
Esa
vía negra de comercio internacional ha seguido operando, pese a la convención
de Basilea, que desde hace quince años prohíbe exportar material peligroso de
los países ricos a los países pobres. En parte, el problema está en definir qué
se considera peligroso. A lugares, como Filipinas, se exporta masivamente
envases plásticos usados para que allí sean eliminados, usualmente quemándolos.
El trabajo es hecho por gente muy pobre que contrae enfermedades a partir del contacto con los
restos de ciertos productos contenidos en los envases. El norte desarrollado
traslada así, a bajo costo, la contaminación ambiental proveniente de la quema
de plásticos.
El
caso más llamativo, sin embargo, es el traslado del desguace de aparatos
electrónicos de Estados Unidos al Asia, especialmente a India, Pakistán y
China. En este último país se estima en más de cien mil el número de
trabajadores que, en inmensos basurales especializados, desmontan computadoras,
teléfonos celulares y otros bienes, para extraer todo aquello que sea
económicamente recuperable. Micro conductores, circuitos, discos duros y
monitores contienen químicos de un alto nivel contaminante, que a menudo
produce cáncer. Si el trabajo de desmontaje se realizara en un país
desarrollado, la seguridad legalmente exigible haría que el costo resultara muy
elevado. Al hacerse e países del tercer mundo, donde basta pagar unas cuantas
coimas para que las autoridades miren hacia otro lado, el costo se reduce al
traslado.
El
uso del tercer mundo como basurero de los países desarrollados permite a estos
no asumir los costos ni la responsabilidad por niveles de consumo que, de no
intervenir estas exportaciones insanas, resultarían insostenibles. El traslado sistemático
de bienes que resultan inútiles y de desechos incomodos o peligrosos hace
posible desentenderse de las consecuencias de un modelo de consumo que, siempre
en busca de productos nuevos, renueva constantemente la oferta, a menudo de
manera frívola.
El
gobierno de un país puede poner límites y controles para evitar los peores
efectos de este comercio vergonzoso. Sin embargo, siempre habrá otro país
dispuesto a recibir la basura de la que el mundo desarrollado busca deshacerse.
África resulta, desde este ángulo, el continente más disponible como destino.
Pero la pobreza de la población y la corrupción de los gobiernos hacen que en
todo el tercer mundo las fronteras permanezcan abiertas a la basura
“primermundista”
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