Vivimos inmersos en tradiciones
de todo tipo. La de andar mojando gente en contra de su voluntad me parece una
tradición que tenemos el legítimo derecho de cuestionar.
El carnaval en muchas partes del Perú
y del mundo es sinónimo de juego, fiesta, disfraces, desfiles, desde el famoso
carnaval de Rio de Janeiro hasta la fiesta de la Candelaria en Puno, cuyo fin
coincide con el inicio del carnaval, pasando por el muy célebre de la hermosa
Cajamarca, ciudad reconocida oficialmente como la capital del Carnaval Peruano.
Estudiosos del tema encuentran en
el Carnaval elementos supervivientes de antiguas fiestas paganas de invierno,
de celebraciones dionisiacas griegas o de fiestas romanas. Se supone que el
tiempo de carnaval se ofrecían mascaradas rituales de origen pagano y era un
lapso de permisividad que se oponía a la represión de la sexualidad, al
controlo de la alimentación y a la severa formalidad de la Cuaresma. Tiene
también la fecha del carnaval una relación directa con la fecha de la Semana
Santa. Martes de carnaval es el día anterior al miércoles de ceniza, que es el
comienzo de la cuaresma, 40 días antes del domingo de Ramos.
No hay consenso sobre cuándo es
que se asocia esta fiesta de historia tan larga con la idea de andar mojando al
prójimo. Si entendemos el carnaval como
juego, es incluso más viejo de la cultura. Tanto como Homo sapiens, el hombre
razonable, y Homo faber, el fabricador o productor, el ser humano es Homo
ludens, el que juega.
Pero hay juegos y juegos. Cuando
decidimos jugar, nos sometemos voluntariamente a las reglas. Por lo tanto,
quienes juegan deben estar de acuerdo en lo que quieren hacer. Estar caminando
por la calle en dirección al trabajo y recibir un baldeo o un globazo de agua está
lejos de ser una experiencia grata o juguetona.
Sin duda, es divertido jugar
carnaval, pero cuando todas las partes están de acuerdo en hacerlo. ¿Quién no
ha llenado globos de agua alguna vez? Pero decidir jugar en grupo, en la playa
o en el barrio, es distinto de ser agredido contra la propia voluntad.
Se trata, entonces, de una
tradición que tenemos el derecho de cuestionar y criticar. Esto no siempre es
fácil. Al final de los años setenta, hubo un interesante debate filosófico
sobre la importancia de reconocer que las personas estamos siempre insertas en
determinadas tradiciones que implican valores, prejuicios y hábitos. Se habló incluso
de nuestra humana condición de pertenecer siempre a tradiciones. El animado
debate entre los filósofos alemanes Gadamer y Habermas estuvo centrado, entre
otros temas, en la posibilidad de poder ser críticos respecto de nuestras
propias tradiciones.
Hoy, una filósofa norteamericana,
especialista en ética y en temas de desarrollo, Martha Nussbaum, propone entre
las capacidades humanas centrales que deben ser fin de las políticas públicas,
tanto como la vida, la salud o la educación, la
posibilidad de jugar. Jugar es pues, parte de nuestra humanidad. Pero no
todo juego tradicional tiene que merecer nuestra aprobación. Frente a todas las
corrientes de relativismo cultural en boga, se afirma nuestro legítimo derecho
de considerar que hay tradiciones buenas y malas.
Pues bien, creo que estamos
frente a un caso de tradiciones que merecen ser cuestionadas. Los que quieren jugar
a ser mojados, en buena hora. Pero que se tome en cuenta la decisión de
aquellos que no quieren hacerlo. De otro modo, es agresión, no juego. En estos
tiempos de calentamiento global, mal hacemos además en andar desperdiciando
tanta agua.
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